"Potencialidades y desafíos de la vida del sacerdocio y de la fraternidad sacerdotal" (Angel Rossi S.J)

08 febbraio 2024

“…Solamente quien respira en el horizonte de la fraternidad presbiteral sale de la falsificación de una consciencia que se pretende epicentro de todo, única medida del propio sentir y de las propias acciones” (Francisco a la CEI)).

El texto que inspira este encuentro sacerdotal es muy iluminador para el punto que nos toca ahora: Reaviva el don que te sido dado…

Pablo, que estando preso, se entera que Timoteo, obispo joven que lo ha reemplazado en su trabajo pastoral anda caído, “desinflado”, y entonces le escribe expresándole en tono íntimo, paternal, en primer lugar todo su cariño para después exhortarlo en tono imperativo:“Te aconsejo que reavives  el don que te ha sido dado… y no te avergüences del Evangelio”(2 Tim 1,6-8).

 

Es interesante sondear qué lo habría llevado al joven apóstol a este bajón. Martini lo atribuye a tres razones ciertamente no desvinculadas unas de otras[1]: por un lado Timoteo experimenta dolorosamente la soledad: al tener que separarse de Pablo experimenta la ausencia del consejero ante el peso de las decisiones que debe tomar, la carga de graves responsabilidades, y esto le hace sufrir hasta llorar…y poco a poco se olvida de recurrir a la fuerza que le ha constituido sacerdote y obispo.

En segundo lugar, su poca edad lo hace sentirse inadecuado para la misión. “Que nadie te tenga en poco por tu juventud” (1 Tim 4,12) le va a decir Pablo. Su juventud lo bloquea, lo hace inseguro.

Nos puede venir bien a la luz de Timoteo preguntarnos qué límite  a nosotros nos hace sentir inadecuados para la misión. Para algunos podrá ser como Timoteo su juventud, la falta de experiencia; para otros no la poca, sino la mucha edad;  para otros la pérdida de fuerza o de salud, para otros la timidez o algún límite psicológico que se constituye en obstáculo. Carencias o fragilidades que quizás el pueblo fiel no las percibe, o percibiéndolas, no les significa un impedimento para sentirse a gusto con su pastor; ellos no lo sufren pero el cura sí.

Finalmente, y quizás la razón más grave es su negligencia en el ejercicio espiritual: los muchos trabajos, el cansancio acumulado lo lleva a descuidar la oración, no se dedica como antes a la meditación diaria de la Sagrada Escritura. Timoteo es tentado en su firmeza y en su constancia porque ha descuidado el ejercicio espiritual. Dicho en criollo: ha dejado de rezar.

Pablo le recuerda que puede y debe salir de esa situación de ofuscamiento porque el don, el carisma recibido  está dentro de él y no lo ha perdido; y para ello se vale de este verbo “anazopyrein” que está formado por la palabra “ana”, que significa arriba y “piro” que significa fuego, es decir “atizar de nuevo el fuego” que no está apagado, está tapado por las cenizas de los cansancios, de los desencantos, de la respuesta ingrata a sus esfuerzos apostólicos, de los  pecados y fragilidades personales. 

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Estoy aquí para decirles que no soy más párroco. Han sido años fatigosos los que he vivido aquí.

. He sido dejado solo y esto me ha vaciado…

Nico Dal Molin: Lo que me ha golpeado en el mensaje de este párroco no es sólo el modo de comunicarlo, sino y sobre todo la motivación, el por qué de su decisión: “He sido dejado solo y esto me ha vaciado .

Estas pocas palabras tan concisas y sufridas “he sido dejado solo” tienen que cuestionarnos sobre lo que muchos sacerdotes viven: la soledad. Una soledad que puede ser pastoral pero también profundamente esencial y afectiva dejando un sentido de vacio difícil de tolerar. 

 ¿No Habrá encontrado alguno dispuesto a escucharlo, con el cual compartir su estado de ánimo?

¿No habrá podido encontrar  alivio en alguna amistad o en una fraternidad sacerdotal que le sea cercana a su soledad? 

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El modo de vincularme con mis hermanos, también necesita conversión, sanar las relaciones, el modo de tratarnos: mi modo de relacionarme es también apostólico, es también pastoral. Es mensaje para nuestro pueblo el modo como nos tratamos entre nosotros, como vivimos. Nuestro pueblo percibe si nos queremos o no, si nos cuidamos o no, sabe cómo tratamos a los más débiles.

Uno lo ha vivido en la vida comunitaria: grandes apóstoles para afuera, y verdaderas momias para adentro, el gran comunicador para afuera y mudo para adentro. Recuerdo a un cura con el que me tocó convivir, que recibía por lo menos diez cartas por día, cuando todavía no había internet, por lo tanto seguramente él también las escribía o se comunicaba con toda esa gente, y yo en seis años no le conocí la voz.

Dado que somos un cuerpo apostólico “ad dispersionem” –decía San Ignacio- es bueno, es necesario que “sepamos mucho los unos de los otros”.

Unión de los corazones, unión de los ánimos le llamaba san Ignacio. Y es muy lindo el modo de despedirse de San Francisco Javier en sus cartas: “llévenme en su corazón que en mi corazón los llevo”. Un apóstol que tantas veces andaba solo en sus correrías, pero no aislado, él sentía que a través de él misionaba el cuerpo de la Compañía, de la Iglesia.

Mi prójimo más prójimo es mi hermano en el sacerdocio. Y es un engaño, una trampa que nuestra agenda sobrecargada, o nuestras urgencias sean un impedimento a “perder” media mañana si es necesario mateando, o tomando un café con un hermano que nos ha llamado, o que me entero que anda mal; o que posterguemos siempre para mañana esa llamada telefónica preguntando por la salud de la mamá o algún pariente del cura hermano. ¡Con qué facilidad nos desimportamos los unos de los otros!, y a eso agregaría aquello de Martín Descalzo: hay olvidos criminales.

Nuestros grandes dolores en la vida sacerdotal y religiosa son las indiferencias o faltas de delicadeza frente a los momentos más duros. Cuando nos dejan en las pruebas, incluso aquellos que uno suponía que no faltarían. O considerando el tema desde lo positivo: ¡qué lindo esos curas atentos, que te sorprenden con su llamado o su visita, cuya casa o parroquia es lugar de acogida para sus hermanos, curas que cobijan, que ellos mismos “se vuelven posada” para los demás! Justamente esa es la ternura, que no es zalamería ni sentimentalismo barato, ni un recurso posesivo: es el gesto concreto que no estaba en el contrato, es totalmente gratuito, y por eso es desarmado y desarmante (Martini).

Y si esto está referido a nuestro tiempo y afecto, no menos debería interpelar y hacernos revisar la unión de los bienes: que nos ayudemos unos a otros.

Un jesuita viejo y sabio me supo decir alguna vez  algo que al principio no lo entendí, o me pareció no del todo real, exagerado, pero con el tiempo y examinándome le di la razón. Me decía: “Fijate lo que hacés con la guita (la plata), porque lo que hacés con ella, hacés con el corazón (con los afectos). ¡Qué cierto resultó!

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Nico Dal Molin: «Si no facilitamos y animamos a sanas y verdaderas amistades entre los sacerdotes, y futuros curas, no soñemos con presbiterios que sean lugares de fraternidad sacerdotal y lugares de encuentro con Dios Terminaremos fomentando la envidia clerical, esa competencia que crea monstruos de  soledad personal, arribismo, tristeza, arrepentimiento por el camino emprendido, desilusión y finalmente también inevitables compensaciones de muchos tipos.
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La fraternidad sacerdotal es el dato más significativo de la calidad y de la vitalidad de un presbiterio. Afirma Amedeo Cencini: “esta fraternidad no viene de la carne y de la sangre sino del don recibido y por lo tanto realizada con hermanos que yo no he elegido ni he sido elegido. Por esto tal fraternidad es un “lugar teológico”.
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La fraternidad sacerdotal es componente de la identidad del presbítero, porque no existe una identidad, del punto de vista psicológico, sin una pertenencia. Somos en la medida que pertenecemos.  El que se automargina del grupo, viviendo relaciones frágiles y efímeras con los propios hermanos sacerdotes, de hecho demuestra ser una persona individualista y centrada sobre sí, incapaz de colaboración y fraternidad.

Y cuando se pierde la pertenencia a la comunidad -decía Bergoglio hace muchos años- anclamos la esperanza en otros ámbitos, Anclamos la esperanza en los conflictos, en las ideas más que en los gestos, en los mezquinos espacios que hemos podido conservar para nosotros mismos. Cuando se pierde la pertenencia a la comunidad comenzamos a hacer rancho aparte, a aislarnos, y preferimos el chisme del pasillo al diálogo o a la corrección fraterna, abrevamos el corazón en los conflictos. Nos volvemos coleccionistas de injusticia o soñamos con ideales sin arraigo en la realidad o con proyectos inviables, cosechamos para el momento y no para el tiempo.

García Roca dice que la pertenencia sigue las leyes de la amistad profunda: crece o se debilita, es joven o se desgasta y va al ritmo de la comunicación interpersonal y del verdadero compartir día a día una causa común.

 “Sean solícitos en conservar la unidad”,

Ser solícitos acercando al que se aleja, buscando al que se pierde, reuniendo a los dispersos, reconciliando a los peleados, convocando al que se aísla, amonestando al que habla mal.

Y cuando nos enfermamos en la unidad -vuelvo a Bergoglio- dejamos de engendrar, se arman los grupitos ideológicos, vivimos añorando otros tiempos, vivimos soñando tiempos no reales o vivimos sintiendo que me estoy desperdiciando, o que me desperdicia la comunidad, o caemos en el inconformismo que toma la forma de la murmuración o el chisme. Es unión de corazones porque la fragilidad es lo más propio de la unidad, uno lo sabe muy bien, a veces una palabra rompe la unidad. Cuantas veces se nos arma lío, o nos peleamos o distanciamos por una palabra mal dicha. Grun dice que “una palabra mala hace malos incluso a los buenos y uno palabra buena hace buenos incluso a los malos”.

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«Los envió de 2 en 2” (Lc 10,1)

Escribe P Amedeo Cencini: Hay quien dice que los sacerdotes saben amar (en todo caso, sin duda saben hablar de amor) pero no saben amarse entre ellos… No creo exagerar si digo que el virus del individualismo desde hace un tiempo ha penetrado en el interno de la iglesia debilitando justamente aquello que debería ser uno de sus signos más convincentes del evangelio: la fraternidad de sus anunciadores, ya que el evangelio se anuncia no en solitario, , sino en pareja, mejor si es de a 12, y mejor todavía de a 72

El primer anuncio que llevan es el gesto de su comunión, la victoria sobre la soledad.
Es importante este andar de dos en dos, porque significa tener un amigo al cual contar las vicisitudes del camino y de la misión… un compañero de viaje.

La palabra “compañero” deriva de la lengua latina: cum-panis. Significa compartir, ser partícipes del mismo pan, de la misma mesa. O en términos del Papa Francisco: significa vecindad, cercanía, solidaridad, testimonio de un Dios que es proximidad y ternura.

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Giovanni Cucci:

Sentirse parte de una comunidad es una de sus principales formas de protección

Algunas propuestas

Sin desmerecer en absoluto a los que viven su ministerio con satisfacción y fruición, hay que prestar una atención especial a los que viven en la angustia y no parecen encontrar una salida. San Pablo recuerda que «si un miembro sufre, todos los demás sufren con él» (1 Cor 12,26). La fraternidad no es una fórmula para gestionar las urgencias, una cura para el malestar, sino el modo ordinario en que uno está llamado a responder a la llamada del Señor.

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Por ejemplo, un encuentro anual de algunos días, en un lugar bonito y en una estructura agradable podría ser un buen comienzo para recuperar el gusto por estar juntos y por un intercambio más verdadero y fraterno, acompañados de personas competentes, capaces también de ofrecer posibles ayudas para la cura personalis,

Otra ayuda que siempre se ha recomendado en la historia de la Iglesia es el acompañamiento espiritual, la reinterpretación de la propia vida de fe llevada a cabo con la ayuda de una persona sabia y de confianza. En tiempos de crisis, esta figura es particularmente valiosa.

Queda claro que sigue siendo indispensable, a la luz de lo dicho hasta ahora, que el tema de la fragilidad sea tratado en la formación, y en la formación permanente, aprovechando también la aportación de las ciencias humanas.

No es casualidad que la primera tentación sea precisamente considerar a la fragilidad una maldición que hay que eliminar y no el canal privilegiado de la gracia de Dios.

Henri Nouwen aclaró este punto introduciendo el término «sanador herido», es decir, aquel que puede sanar, como el crucificado, a través de sus propias heridas, que ha asumido sin negarlas.

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Una de las tentaciones que más atentan contra la fraternidad es la rigidez: al no aceptar nuestras heridas, y al no hacernos cargo de las heridas de nuestros hermanos, levantamos murallas que nos aíslan de todo lo diferente de nosotros, volviéndonos intolerantes y despreciativos.

Una distancia que no tiene nada que ver con la interioridad de la vida espiritual, porque la verdadera espiritualidad no genera intolerancia ni desprecio, sino ternura y entrañas de misericordia.

La rigidez es hija del temor y de la escasez, no de la sobreabundancia del amor.

La rigidez ya sea personal o institucional es la caricatura de la solidez, y paradójicamente es el síntoma de su carencia.

Esta rigidez –nos dice el Papa Francisco- es la actitud “de quienes se sienten superiores a otros por cumplir determinadas normas o por ser inquebrantablemente fieles a cierto estilo católico propio del pasado. Es una supuesta seguridad doctrinal o disciplinaria que da lugar a un elitismo narcisista y autoritario, donde en lugar de evangelizar, lo que se hace es analizar y clasificar a los demás, y en lugar de facilitar el acceso a la gracia se gastan las energías en controlar”.

La fragilidad aceptada permite vivir relaciones verdaderas, bajo el signo de la misericordia y la compasión hacia las fragilidades de los demás. Contrariamente a una visión idealizada de la sacralidad y la perfección,

Es la fragilidad la que nos hace semejantes a un Dios que es Padre amoroso, y que en Jesús ha querido compartirlo plenamente. Es esto lo que hace creíble el ministerio sacerdotal.

Hablando de la fraternidad sacerdotal, Hace más de 1500 años San Agustín daba testimonio de esta gracia de la amistad entre nosotros:

«…Otras cosas eran las que cautivaban mi ánimo: como el conversar juntos, tener mutuas delicadezas, bromearnos unos a otros y leer en compañía buenos libros; disentir, a veces, sin odios ni enojos…  cuidando que ellos no lesionen nuestra permanente comunión;

enseñarnos algo unos a otros y aprender algo uno de los otros; sentir con dolor a los ausentes y recibirlos con alegría cuando regresan. Con esto y otros similares signos de afecto, de esos que salen del corazón cuando las personas se quieren bien, las almas se funden como al fuego y de muchas se hacen una sola… ¡Dichoso el que te ama a Tí Señor y a sus amigos en Tí! El único que no pierde a sus seres queridos es el que los quiere y los tiene en Aquél que no puede perderse. A Ti no te pierde Señor sino el que te abandona»[2]

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LA CUESTA DE LA VIDA (Federico García Hamilton)

Si un día el camino, que venía liviano/
Se te vuelve oscuro, y encima empinado/
Buscá a tus amigos, tomales sus manos/
Apoyate en ellos, para repecharlo.

No lo intentes solo, no podrás lograrlo/
Con los que te quieren, se hará más liviano/
Y todo lo oscuro, un poco más claro.

Cuando el cuerpo afloje, te sientas cansado/
Cuando la tristeza, a tu alma haya entrado/
Buscá a tus amigos, buscá a tus hermanos/
Contá con nosotros, que para eso estamos.

 

[1] Cfr. Carlos María Martini S.J. El camino de Timoteo (Madrid, PPC, 1997), pags. 39-52.

[2] San Agustín, Confesiones IV, VIII, 2.