Homilía del Card. Lazzaro You Heung sik,
Prefecto del Dicasterio para el Clero.
S. Misa por las vocaciones Jubileo de los Sacerdotes
Basílica de San Pedro del Vaticano, 26 Junio 2025
Queridísimos:
Con alegría celebramos hoy esta Eucaristía en el contexto del Jubileo, un año de esperanza y renovación. Es hermoso encontrarnos juntos, llamados por Cristo, para redescubrir la belleza de nuestra vocación y renovar nuestro sí.
Los textos de la Palabra de Dios de hoy nos acompañan en un verdadero camino vocacional, que podríamos resumir en tres verbos: llamar, formar, enviar. Pero hay un hilo conductor más profundo que los une: la amistad con Cristo, fundamento y fuerza de nuestro ministerio.
1. Dejarse llamar - (Lc 5,1-11)
En el Evangelio según Lucas, Jesús sube a la barca de Simón, precisamente en el momento de cansancio y desánimo. «Maestro, hemos trabajado duro toda la noche y no hemos pescado nada». Cuántas veces, en el camino de la vocación, nos encontramos en esta noche vacíos, decepcionados, quizás tentados a resignarnos a la pesca fallida. Sin embargo, justo ahí, en la experiencia de nuestras limitaciones, el Señor nos dice: «Rema mar adentro». Y nos llama con amor a confiar en su palabra. Pedro echa las redes, y ocurre el milagro: la barca se llena de peces, pero su corazón se llena aún más. Jesús nos llama no porque seamos perfectos, sino porque somos sus amigos. La vocación nace de un encuentro, no de un currículo. Toda llamada es ante todo un abrazo que nos dice: «No tengan miedo; de ahora en adelante serán pescadores de hombres». ¡Detengámonos un momento en silencio y pensemos en el momento de nuestra llamada!
2. Dejarse formar – (Heb 5,1-10)
La segunda etapa de este camino es la formación. El pasaje de la Carta a los hebreos nos recuerda que «todo sumo sacerdote es elegido entre los hombres y puesto para el bien de los hombres». Esto significa que el sacerdote no está separado del pueblo, sino que es un hombre entre los hombres, con un corazón compasivo, paciente y humano. Jesús mismo, el Hijo de Dios, «aprendió la obediencia padeciendo». Él también pasó por la escuela del sufrimiento, el silencio, la oración, Getsemaní.
La formación no es solo intelectual, sino también espiritual y afectiva. Un sacerdote no se forma solo para conocer, sino sobre todo para amar como Cristo, con sus sentimientos y su propio corazón, para tener una mirada dulce y compasiva como la suya, manos que acarician, bendicen y consuelan como las suyas.
Queridos sacerdotes y seminaristas, formarse significa dejarse moldear cada día, siempre, a lo largo de la vida. No se apresuren a ser sacerdotes: más bien, tengan sed de ser hijos en el Hijo, discípulos capaces de escuchar, servir y gozar de la comunión.
Detengámonos un momento y pensemos en cómo el Señor nos va formando, a menudo incluso en medio del dolor y la dificultad.
3. Dejarse enviar - Salmo 109 (110)
El Salmo canta solemnemente: «Tú eres sacerdote para siempre, según el orden de Melquisedec». Somos enviados con una dignidad que no nos pertenece, sino que nos es dada por gracia: no para ejercer poder, sino para lavar los pies, para construir el Cuerpo de Cristo, para ser artesanos de comunión, como nos recuerda el Papa León XIV.
En el día del envío, el Señor nos unge con su poder, pero nos acompaña con la cruz. No somos enviados para preservar, sino para entregarnos, cada día, con libertad y alegría. Quisiera animarlos a tener siempre rostros radiantes. El sacerdote debe ser un hombre de alegría. Incluso en las pruebas, su sonrisa abre los corazones de muchos al Evangelio. Una vocación bien vivida genera otras vocaciones. No hacen falta muchas palabras: un sacerdote feliz basta para iluminar el corazón de un joven.
Preguntémonos por un momento: ¿Soy feliz? ¿Feliz de compartir mi vida con Jesús? ¿Felices de ser, como Él, un regalo para nuestros hermanos?
Ser signos de esperanza
Queridos amigos, nuestro ministerio es una obra de esperanza.
En el Año Santo, como peregrinos de la esperanza, estamos llamados a ofrecer a Cristo, a dar testimonio de él en la vida cotidiana, con gestos sencillos, con paciencia, con una palabra que salva y una mirada que bendice.
No olvidemos que cada Eucaristía celebrada con corazón sincero es ya una misión cumplida, cada confesión escuchada es una victoria de la misericordia, cada visita a un hermano enfermo es una caricia de Dios.
Hoy dejemos que resuenen en nosotros dos palabras que el Papa León nos ha repetido desde el inicio de su pontificado: ¡amor y unidad! Como sacerdotes, estamos llamados a ser hombres de comunión y diálogo. ¿Qué significa esto? La nuestra es una «obra colectiva» y tiene una radical «forma comunitaria» (cf. Exhortación Apostólica Pastores dabo vobis, 17). Para dar vida a la familia de Dios, necesitamos ser hermanos, ante todo, entre nosotros y en unidad con el obispo, no solo sacramentalmente, sino real y concretamente. Sabemos que esto no es fácil, pero aceptar el reto de la comunión es el secreto de la fecundidad. «Hemos pasado de muerte a vida porque amamos a los hermanos», escribe Juan en la Primera Carta (1 Juan 3,14). Y en su Evangelio recoge las palabras de Jesús: «Y yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Juan 12,32). Encomendémonos, pues, a María, Madre de los sacerdotes y de la Esperanza. Que ella, que ha guardado cada palabra en su corazón, nos enseñe a renovar nuestro «sí» cada día, incluso en silencio, incluso cuando cueste. Caminemos juntos, sembrando esperanza, construyendo fraternidad y viviendo con alegría la gracia de ser amigos del Señor, hermanos entre nosotros y servidores de su pueblo.
Amén.