«Que tu corazón lata al unísono con el del Señor».
El sábado 18 de noviembre, 29 fieles del Opus Dei procedentes de 19 países fueron ordenados diáconos en la Basílica de San Eugenio de Roma. Publicamos el texto de la homilía pronunciada por el celebrante, Mons. Andrés Gabriel Ferrada Moreira, Secretario del Dicasterio para el Clero.
“Dios, que ha comenzado en ti Su obra, la lleve a término”. Queridos diáconos elegidos, sí, Dios la ha comenzado en ustedes y quiere acompañarla hasta su plenitud. Con estas palabras, que serán pronunciadas después de sus promesas y compromisos justo antes de recibir la orden del diaconado, la Iglesia quiere reafirmar su confianza en la obra de Dios. Él santifica a Sus elegidos transformándolos interiormente con la Palabra y los Sacramentos.
El Apóstol Pablo dice exactamente así dirigiéndose a los Filipenses: “Estoy persuadido de que el que comenzó en vosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Cristo Jesús” (Flp 1,6). A ustedes, próximos a la ordenación diaconal, el Señor les asegura: “No me elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros y os designé para que vayáis y llevéis fruto, y que vuestro fruto permanezca” (Jn 15,16).
Queridos hermanos y hermanas, estamos ante la obra divina, no solo ante un hecho meramente temporal y terrenal, sino ante un acontecimiento de salvación en el tiempo de Dios – el kairós – que se manifestará en su plena y total realización en ese día gozoso y glorioso del Señor, en el cual todos los redimidos participarán en el banquete de las bodas eternas de Su Hijo, con María santísima y todos los santos; hacemos, por tanto, memoria también de los Apóstoles Pedro y Pablo, patronos de Roma, de quienes hoy celebramos la dedicación de sus basílicas, así como recordamos a San Eugenio Papa, patrono de esta Iglesia, a San Josemaría Escrivá, fundador y padre de la familia espiritual del Opus Dei, y a los beatos Álvaro del Portillo, primer prelado, y Guadalupe Ortiz de Landázuri, laica dedicada a las obras apostólicas de la prelatura. De este carisma, muchos de los presentes y ustedes, queridos diáconos elegidos, han recibido mucho y de ahora en adelante se comprometerán a cultivarlo y vivirlo como clérigos incardinados en el ejercicio del ministerio, sin otra motivación y propósito que la salvación de los hermanos y hermanas. Ahora comenzarán a asumir el servicio de la diaconía, es decir, servidores y, mañana, con el favor de Dios, como presbíteros en la comunión eclesial. Así me lo confiaron, hace pocas semanas todos ustedes, en una conversación que tuvimos en Cavabianca, el Colegio Romano de la Santa Cruz.
“Dios, que ha comenzado en ti Su obra, la lleve a término”. Queridos diáconos elegidos, sí, Dios la ha comenzado en ustedes y quiere acompañarla hasta su plenitud. Con estas palabras, que serán pronunciadas después de sus promesas y compromisos justo antes de recibir la orden del diaconado, la Iglesia quiere reafirmar su confianza en la obra de Dios. Él santifica a Sus elegidos transformándolos interiormente con la Palabra y los Sacramentos.
El Apóstol Pablo dice exactamente así dirigiéndose a los Filipenses: “Estoy persuadido de que el que comenzó en vosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Cristo Jesús” (Flp 1,6). A ustedes, próximos a la ordenación diaconal, el Señor les asegura: “No me elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros y os designé para que vayáis y llevéis fruto, y que vuestro fruto permanezca” (Jn 15,16).
Queridos hermanos y hermanas, estamos ante la obra divina, no solo ante un hecho meramente temporal y terrenal, sino ante un acontecimiento de salvación en el tiempo de Dios – el kairós – que se manifestará en su plena y total realización en ese día gozoso y glorioso del Señor, en el cual todos los redimidos participarán en el banquete de las bodas eternas de Su Hijo, con María santísima y todos los santos; hacemos, por tanto, memoria también de los Apóstoles Pedro y Pablo, patronos de Roma, de quienes hoy celebramos la dedicación de sus basílicas, así como recordamos a San Eugenio Papa, patrono de esta Iglesia, a San Josemaría Escrivá, fundador y padre de la familia espiritual del Opus Dei, y a los beatos Álvaro del Portillo, primer prelado, y Guadalupe Ortiz de Landázuri, laica dedicada a las obras apostólicas de la prelatura. De este carisma, muchos de los presentes y ustedes, queridos diáconos elegidos, han recibido mucho y de ahora en adelante se comprometerán a cultivarlo y vivirlo como clérigos incardinados en el ejercicio del ministerio, sin otra motivación y propósito que la salvación de los hermanos y hermanas. Ahora comenzarán a asumir el servicio de la diaconía, es decir, servidores y, mañana, con el favor de Dios, como presbíteros en la comunión eclesial. Así me lo confiaron, hace pocas semanas todos ustedes, en una conversación que tuvimos en Cavabianca, el Colegio Romano de la Santa Cruz.
El Santo Pueblo fiel de Dios, a lo largo de toda la historia, ha reconocido en la acción santificadora de la Gracia la fuente del don del ministerio ordenado, especialmente meditando lo que Jesús tiene en su corazón: “la mies es mucha, pero los obreros pocos!” (Lc 10, 2). Por eso, los fieles no han dejado de seguir la exhortación del Maestro: “Rogad, pues, al dueño de la mies que envíe obreros a su mies!” (Mt 9, 38; Lc 10, 2). En efecto, ustedes son la “respuesta” a la oración incesante de muchos en la Iglesia, comenzando por sus seres queridos: la mamá, el papá, los abuelos, los tíos, los amigos y la comunidad cristiana, incluidos sacerdotes y religiosos, que los ha engendrado en la fe. Sí, también son la “respuesta” al sacrificio de muchos fieles que, unidos a Cristo crucificado, han ofrecido y ofrecen a favor de su fidelidad y perseverancia las dolencias de sus enfermedades, las privaciones voluntarias o la aceptación impuesta de las diversas circunstancias. Pero el compromiso continúa: todos nosotros aquí presentes estamos llamados a seguir intercediendo y ofreciendo más intensamente por estos nuestros queridos amigos elegidos al diaconado en tránsito hacia el sacerdocio!
Por eso, me dirijo con gratitud hoy a sus familias y amigos, personas consagradas y laicos, especialmente a aquellos que siguen al Señor compartiendo el carisma de esta familia espiritual, y les pido encarecidamente que los apoyen cada vez más con su ternura y cercanía, con su oración y sacrificios a su favor. No olviden corregirlos fraternalmente cuando sea necesario y animarlos en los momentos de prueba.
Hoy, Jesús nos ha hablado de Su amor y de Su alegría. Él nos ama, como el Padre ama al Hijo Unigénito, es decir, sin límites y sin medidas. Su muerte en la cruz por amor, “por nosotros Sus amigos” (cfr. Jn 15,14) es la prueba irrefutable. Así, Él nos ama a todos y hoy lo repite a los queridos diáconos elegidos. En Su nombre y prestándole mi pobre voz, se lo digo a cada uno de ustedes: Sí a ti, querido Cecil, Ricardo, Chinwike Simon-Jude, Renie, Gaëtan, José, Juan Carlos, Jordi, Matteo, Abraham, Pedro, Clemens, Jaime, Juan Pablo, Javier, Francisco Javier, Javier Juan, Carlos, Djuna Pascal, José Ángel, Josemaría, Daniele, Wai Leung, Marcial, José Fernando, Álvaro, Alberto, Roberto y Agustín! Sí, Él los ama y los llama amigos, ¡y no siervos! (cfr. Jn 15,15). Con Él serán “co-servidores” (Yo estoy en medio de ustedes como el que sirve!” (Lc 22, 27), pero para Él son y serán siempre “amigos”. Así nos decía Marcial durante el encuentro en Cavabianca, abriendo su corazón en un vivo agradecimiento por haber descubierto la amistad con Jesucristo, lo cual lo ha llevado a tratar de ayudar a todos a reconocer y tratar al Señor como el Amigo!
Al mismo tiempo, Jesús nos asegura la auténtica felicidad: “Os he dicho estas cosas para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea completo” (Jn 15,11). Para participar de Su gozo, primero necesitamos un espíritu humilde y abierto a Dios, como el que Djuna Pascal nos expuso: “yo vivo al día”, es decir, bajo la mirada confiada en un Dios providente y misericordioso que siempre quiere lo mejor para Sus hijos, con un corazón sencillo y pobre de espíritu – “disponible”, decía José – como el de la humilde Virgen de Nazaret que, día tras día, dijo su “aquí estoy”, desde la anunciación hasta los pies de la cruz: “fiat!” (Lc 1,38).
Para vivir así – tomando prestadas las palabras de la carta de papa Francisco a los sacerdotes de la Diócesis de Roma del pasado agosto – “necesitamos mirar a Jesús, a la compasión con la que Él ve nuestra humanidad herida, a la gratuidad con la que ofreció su vida por nosotros en la cruz. Este es el antídoto cotidiano contra la mundanidad y el clericalismo: mirar a Jesús crucificado, fijar los ojos cada día en Él que se vació a sí mismo y se humilló por nosotros hasta la muerte (cf. Flp 2,7-8)”.
De hecho, Jesús condensa todos los preceptos que nos llevan a la vida en Su mandamiento: “que os améis unos a otros como Yo os he amado” (Jn 15,22). En el fondo, se trata de la relación con Él, de la amistad con Él que siempre es, al mismo tiempo, personal y comunitaria: nos ama totalmente (“loco de amor”) hasta morir en la cruz por cada uno, cada una de nosotros. Así, Él nos invita a la amistad auténtica, a la comunión entre nosotros gracias a Su amor infinito, siempre tierno, cercano y misericordioso, porque así es el amor de Dios, no se cansa de repetir el Santo Padre.
Disculpen si me he extendido un poco, especialmente a ustedes, queridos hermanos, que tienen el corazón ardiente porque están a punto de ser configurados sacramentalmente a Cristo como servidores del Santo Pueblo de Dios. Como muchos de ustedes me han confiado, quieren ser, con el favor de Dios, sacerdotes para llevar a Jesús a sus hermanos y hermanas, sobre todo ofreciéndoles Su misericordia en los sacramentos de la Eucaristía, la Penitencia y la Unción de los Enfermos. Sí, durante la mencionada conversión, esto me fue señalado por Alberto, Agustín, Javier, Cecil, Matteo y muchos otros.
Queridísimos hermanos, todo se resume en el amor. Realmente "solo el amor es creíble" (Hans Urs von Balthasar) y ustedes lo serán si se lanzan al océano del amor divino, en la escucha de la palabra de Dios, en los sacramentos, especialmente en una profunda vida eucarística, y en el servicio, aprendiendo de todos, especialmente de los más sencillos, como nos recordaba Pedro. Recen para que su corazón lata al unísono con el del Señor, para que las personas que encuentren en el ministerio cotidiano puedan experimentar Su amor, como decía Jaime. Estoy seguro, este es el deseo más profundo que habita el corazón de cada uno de ustedes.
Finalmente, me gustaría recordar en esta ocasión tan especial la penetrante exhortación del papa Francisco: "La vida de un sacerdote es ante todo la historia de salvación de un bautizado... A veces olvidamos el Bautismo, y el sacerdote se convierte en una función: el funcionalismo, y esto es peligroso. Nunca debemos olvidar que toda vocación específica, incluida la Orden, es cumplimiento del Bautismo. Es siempre una gran tentación vivir un sacerdocio sin Bautismo... sin la memoria de que nuestra primera llamada es a la santidad. Ser santos significa conformarse a Jesús y dejar que nuestra vida palpite con sus mismos sentimientos (cf. Fil 2,15)".
Hoy la Iglesia confirma su vocación y los invita a continuar preparándose con dedicación en su formación inicial hacia el sacerdocio, ejerciendo el ministerio diaconal que están a punto de recibir, porque, como escribía el Papa en la citada carta: "Este es el espíritu sacerdotal: hacernos siervos del Pueblo de Dios y no amos, lavar los pies a los hermanos y no aplastarlos bajo nuestros pies".
Con todos los presentes, con el prelado y con los demás sacerdotes de la prelatura, con los laicos dedicados a sus obras apostólicas, con sus familias, con sus amigos y junto a todos los que los quieren, les deseamos un ministerio diaconal muy fecundo, arraigado en el amor y en la alegría del Señor, que los ha llamado calurosamente "amigos" y los ha elegido "para que vayáis y llevéis fruto, y que vuestro fruto permanezca" (Jn 15,16).
Amén