Homilía de la Santa Misa con motivo del Jubileo de los sacerdotes - 2016

Plaza de San Pedro Viernes 3 de junio de 2016 Sagrado Corazón de Jesús

03 junio 2016

Celebrando el Jubileo de los Sacerdotes en la Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, estamos llamados a dirigirnos al corazón, es decir, a la interioridad, a las raíces más profundas de la vida, al núcleo de los afectos, en una palabra, al centro de la persona. Y hoy dirigimos nuestra mirada a dos corazones: el Corazón del Buen Pastor y nuestro corazón de pastores.

El Corazón del Buen Pastor no es solo el Corazón que tiene misericordia de nosotros, sino que es la misericordia misma. En él resplandece el amor del Padre; allí me siento seguro de ser acogido y comprendido tal como soy; allí, con todos mis límites y pecados, saboreo la certeza de ser elegido y amado. Mirando a ese Corazón, renuevo el primer amor: el recuerdo de cuando el Señor me tocó el alma y me llamó a seguirle, la alegría de haber echado las redes de la vida en su Palabra (cfr. Lc 5,5).

El Corazón del Buen Pastor nos dice que su amor no tiene límites, no se cansa y nunca se rinde. En él vemos su entrega continua, sin restricciones; allí encontramos la fuente de un amor fiel y manso, que deja libres y libera; allí redescubrimos cada vez que Jesús nos ama «hasta el extremo» (Jn 13,1) - no se detiene antes, hasta el final -, sin imponerse nunca.

El Corazón del Buen Pastor está inclinado hacia nosotros, “polarizado” especialmente hacia quienes están más alejados; allí apunta obstinadamente la aguja de su brújula, allí revela una debilidad de amor particular, porque desea alcanzar a todos y no perder a ninguno.

Frente al Corazón de Jesús surge la pregunta fundamental de nuestra vida sacerdotal: ¿hacia dónde está orientado mi corazón? Es una pregunta que nosotros, sacerdotes, debemos hacernos muchas veces, cada día, cada semana: ¿hacia dónde está orientado mi corazón? El ministerio está a menudo lleno de múltiples iniciativas, que lo exponen en muchos frentes: desde la catequesis a la liturgia, la caridad, los compromisos pastorales e incluso administrativos. En medio de tantas actividades, permanece la pregunta: ¿dónde está fijado mi corazón? Me viene a la memoria esa hermosa oración de la Liturgia: “Ubi vera sunt gaudia…”. ¿Hacia dónde apunta, cuál es el tesoro que busca? Porque – dice Jesús – «donde está tu tesoro, allí estará también tu corazón» (Mt 6,21). Hay debilidades en todos nosotros, incluso pecados. Pero vayamos a lo profundo, a la raíz: ¿dónde está la raíz de nuestras debilidades, de nuestros pecados, es decir, dónde está ese “tesoro” que nos aleja del Señor?

Los tesoros insustituibles del Corazón de Jesús son dos: el Padre y nosotros. Sus días transcurrían entre la oración al Padre y el encuentro con la gente. No la distancia, el encuentro. También el corazón del pastor de Cristo conoce solo dos direcciones: el Señor y la gente. El corazón del sacerdote es un corazón herido por el amor del Señor; por eso ya no se mira a sí mismo – no debería mirarse a sí mismo – sino que está orientado a Dios y a los hermanos. Ya no es un “corazón voluble”, que se deja atraer por la seducción del momento o que va de un lado a otro buscando aprobación y pequeñas satisfacciones. Es, en cambio, un corazón firme en el Señor, cautivado por el Espíritu Santo, abierto y disponible para los hermanos. Y allí encuentra la solución a sus pecados.

Para ayudar a que nuestro corazón arda con la caridad de Jesús Buen Pastor, podemos ejercitarnos en tres acciones que las Lecturas de hoy nos sugieren: buscar, incluir y alegrarse.

Buscar. El profeta Ezequiel nos ha recordado que Dios mismo busca a sus ovejas (34,11.16). Él, dice el Evangelio, «va en busca de la que se ha perdido» (Lc 15,4), sin amedrentarse por los riesgos; sin reservas se aventura fuera de los pastizales y fuera de los horarios de trabajo. Y no se hace pagar horas extras. No posterga la búsqueda, no piensa “hoy ya he cumplido mi deber, quizás mañana me ocuparé de ello”, sino que se pone inmediatamente en acción; su corazón está inquieto hasta que encuentra esa única oveja perdida. Al encontrarla, olvida el cansancio y la carga en sus hombros con alegría. A veces debe salir a buscarla, hablar, persuadir; otras veces debe quedarse ante el tabernáculo, luchando con el Señor por esa oveja.

Este es el corazón que busca: un corazón que no privatiza los tiempos y los espacios. ¡Ay de los pastores que privatizan su ministerio! No es celoso de su legítima tranquilidad - legítima, digo, ni siquiera de ella -, y nunca pretende no ser molestado. El pastor según el corazón de Dios no defiende sus propias comodidades, no está preocupado por proteger su buen nombre, incluso será calumniado, como Jesús. Sin temer las críticas, está dispuesto a arriesgar, con tal de imitar a su Señor. «Bienaventurados ustedes cuando los insulten, los persigan...» (Mt 5,11).

Incluir. Cristo ama y conoce a sus ovejas, por ellas da la vida y ninguna le es extraña (cfr. Jn 10,11-14). Su rebaño es su familia y su vida. No es un jefe temido por las ovejas, sino el Pastor que camina con ellas y las llama por su nombre (cfr. Jn 10,3-4). Y desea reunir a las ovejas que aún no habitan con Él (cfr. Jn 10,16).

Alegrarse. Dios está «lleno de gozo» (Lc 15,5): su alegría nace del perdón, de la vida que resucita, del hijo que vuelve a respirar el aire de casa. La alegría de Jesús Buen Pastor no es una alegría para sí mismo, sino una alegría para los demás y con los demás, la verdadera alegría del amor. Esta es también la alegría del sacerdote. Él es transformado por la misericordia que otorga gratuitamente. En la oración descubre el consuelo de Dios y experimenta que nada es más fuerte que su amor. Por eso tiene serenidad interior, y es feliz de ser un canal de misericordia, de acercar al hombre al Corazón de Dios. La tristeza no es normal para él, sino solo pasajera; la dureza le es ajena, porque es pastor según el Corazón manso de Dios.

Queridos sacerdotes, en la Celebración Eucarística redescubrimos cada día nuestra identidad de pastores. Cada vez podemos hacer verdaderamente nuestras sus palabras: «Este es mi cuerpo entregado en sacrificio por ustedes». Este es el sentido de nuestra vida, son las palabras con las que, en cierto modo, podemos renovar diariamente las promesas de nuestra Ordenación. Les agradezco su “sí”, y tantos “sí” ocultos de cada día, que solo el Señor conoce. Les agradezco su “sí” a donar la vida unidos a Jesús: aquí se encuentra la fuente pura de nuestra alegría.